Llegué por primera vez a Caracas hace más de 48 años, en noviembre de 1970, a los inicios del primer gobierno de Rafael Caldera. Todo era prosperidad, empuje y optimismo. 28 años después vino Hugo Chávez, un oscuro “tenientucho” de limitadas condiciones intelectuales, golpista reincidente, que fue amnistiado por Caldera en su segundo gobierno y al que puso en el poder la oligarquía venezolana para acabar con los “políticos corruptos”. Chávez acabó con Venezuela. Al poquito tiempo de asumir, Fidel se lo metió en el bolsillo y entre ambos se “chuparon” a uno de los países más ricos del mundo.
La crisis venezolana, que hasta ha resucitado la Guerra Fría según las “stories” de los corresponsales, no puede seguir. Todo los días se derrama sangre de venezolanos: los esbirros de Nicolás Maduro, de Diosdado Cabello y de los generales venezolanos reprimen y matan. Y no se trata del “baño de sangre” de que hablan los testaferros y amanuenses y en el que se pretende vincular al “ imperialismo yanqui”. Se trata de la muerte de venezolanos que protestan contra la dictadura y que claman por un cambio que ponga fin a la muerte diaria de otros venezolanos por falta de medicina y de comida.
El recurso de las dilatorias aplicado desde el 2014 (43 muertos como resultado de las protestas estudiantiles iniciadas en Mérida) y el 2016 (reclamo de un referéndum revocatorio), es difícil que dé resultado otra vez. Ni con el aval del Papa Francisco, que -como es sabido- siempre ha apoyado a Maduro. Con distinto nivel de visibilidad, y en casos muy altos, con entrevista en Roma y todo, Jorge Bergoglio le dio una mano, ya sea invocando “ el diálogo”, “la vía pacífica”, “la reconciliación” o para ”evitar un baño de sangre”. El propósito : “darle tiempo” a Maduro. Hubo otros testaferros; en primera línea Rodríguez Zapatero encaramado en los aviones de Pdvsa, algunos presidentes de Centroamérica y el Caribe, la Unasur con Ernesto Samper a la cabeza, y ahora los gobiernos de izquierda de Uruguay -presidido por Tabaré Vázquez, en una tesitura inexplicable que cada día despide más feo olor-; y de México -con un Andrés Manuel López Obrador en la línea del más tradicional, retrógrado e hipócrita PRI mexicano, con todo lo que ello conlleva y significa-.
Pero cada vez es más difícil la “marcha atrás”. Hoy en Venezuela hay dos gobiernos. Uno de Juan Guaidó, legitimado por la Asamblea Nacional y reconocido por una gran mayoría de naciones legítimamente democráticas. El otro, el de los militares, con Nicolás Maduro en la presidencia, en la que se ha mantenido mediante elecciones fraudulentas y al que apoyan un grupo de naciones no democráticas o gobiernos que se mantiene en el poder con variadas “ legitimidades”.
Pero no puede demorar mucho. Falta encontrarle la última vuelta, que pasa por la salida de Maduro y la cúpula de militares y civiles corruptos decididos, siguiendo el ejemplo de Bashar Al-Assad en Siria, a mantenerse en el poder a sangre y fuego.
Confían en el apoyo de los rusos y los chinos. ¿Qué les van a dar? ¿Armas para seguir matando venezolanos? Lo de la invasión sigue siendo un cuento y el eslogan. Los venezolanos necesitan otras cosas y los rusos y los chinos lo único que quieren es cobrar y que se les dé garantías de futuro. Fuera de eso les importa poco; no van a asistir y darle vida a los chavistas como sí se las dio durante 20 años el imperialismo yanqui, que les mantuvo a pleno el negocio del petróleo (en este rubro, el de los intereses petroleros, no hay izquierdas ni derechas que valgan).
Los rusos y los chinos, en definitiva, son más fáciles de arreglar.
El problema es Maduro y sus secuaces. ¿Facilitarles el exilio en Cuba, China, Rusia, Turquía, Irán, Uruguay o México? ¿Verdad que suena a risas?
¿Una amnistía? ¿Y quién la puede dar y garantizar? Es mucha responsabilidad para cualquiera, incluso Guaidó.
Pero no lo es, en cambio, para el sufriente pueblo venezolano. Y no hay otra vuelta que las elecciones. Elecciones generales libres, con plenas garantías y en las que participen todos, pero sin “ caballos del comisario” como hasta ahora.
Y después, que los gobernantes electos decidan si hay amnistías totales o parciales o no, y a quiénes sí y a quiénes no, pero en uso legitimo del poder delegado por el pueblo y en función de lo que el propio electorado señale.
No hay otra vuelta.
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Danilo Arbilla - Periodista, ex presidente de la Sociedad Interamericana de Prensa.